Narrativa
Mis relatos hablan de la Ciudad de México y su periferia. Se desarrollan en un futuro lejano entre 800 y 4000 años desde nuestro tiempo pandémico.
Aquí encontrarás una narración larga y varios relatos cortísimos de este canon personal en el que expreso mi visión, mi tiempo y espacio, mi esperanza y mis miedos.
Nidos
Empezó en la temporada de lluvias. Fue más o menos repentino. Se les veía venir con mayor velocidad y en grupos cada vez más grandes. Los primeros ataques ocurrieron cerca de los mercados. Dejaron de pararse frente a las carnicerías con los ojos aguados y reclamaron un espacio de poder con las fauces sangrantes.
Las mujeres fueron su principal objetivo al principio, y a medida que tomaron fuerzas, atacaron a los hombres. También hubo muchas e interminables peleas a muerte entre ellos mismos. Las razas pequeñas desaparecieron en beneficio de los más fuertes y, al mismo tiempo, más hambrientos.
Repoblaron las ciudades rápidamente. En el curso de dos años, se paseaban impunemente por aquellos lugares que habían sido sagrados para la humanidad.
Millones de niños quedaron huérfanos y, en su delicada situación, eran presa fácil de otros animales y de los accidentes.
Esta fue la puerta de entrada para múltiples plagas que desplazaron a las especies dominantes temporales. Los perros fueron vencidos por los gatos, luego estos cayeron frente a las ratas, que no sobrevivieron a una masiva crecida de insectos, capaces de duplicar su población cada día y de resistir los drásticos cambios del clima y los eventos tectónicos en la tierra.
El océano escupió a la atmósfera toneladas de peces que resintieron la temperatura, incapaces de adaptarse en una generación.
Sin que nadie pudiera tomar consciencia de la magnitud de los eventos de ese tiempo, los monumentos superlativos creados por la humanidad se tornaron en densas masas punzantes de nidos multiplicados. La vida en el planeta persistió por millones de años más, convertida en una guerra permanente, microscópica, húmeda, salvaje. Hasta que la luz se extinguió luego de una explosión universal, fría y silenciosa, que redujo una masa infinita a un punto denso que parecía caer en una gelatina negro mate, conteniendo todas las sombras existentes hasta entonces.
Luego de un instante, se hizo la luz.
Pontich Rojo
El incesante chacualeo que rodeaba al viejo pontich rojo, le crispaba aún más los nervios. Las llantas resbalaban poco a poco sobre el pavimento y el motor se ahogaba un poco más a cada intento por arrancarlo. El lodo brillante y terso se regodeaba sobre el fondo de una charca creciente. La capa de barro impregnaba las calles y el interior de casas y edificios de una ciudad triste y violenta. Al final de la calle, aparecieron las siluetas distorsionadas pero decididas a llegar pronto.
Los jueces de calle, un reducido cuerpo de funcionarios, que en un tiempo no eran más que un apéndice burocrático, creado a partir de una legislación descuidada, se convirtieron en la única forma de resolver las infinitas controversias, que la población se había acostumbrado a llevar al meta tribunal.
Una vez que las grandes centrales eléctricas dejaron de abastecer a los gobiernos alrededor del mundo, se supo que la vida cambiaría de un día para otro, dejando a las masas sin esas ventanas virtuales a las que se volcaban cotidianamente.
Dante Sahagún tenía muy poco conocimiento, fuera de la tajada de lecturas que le habían permitido graduarse como abogado. Entró al servicio público cuando la primera generación de jueces de calle, fueron nombrados y puestos a disposición de la población.
Su función principal era negociar en los diversos entuertos conductuales de los usuarios, antes de que instalasen una demanda formal, engordando el ya de por sí grueso cúmulo de trabajo de la justicia estatal.
Las negociaciones que Dante llevaba, fueron mermando en número, en función de la aparición de los jueces algorítmicos. Entidades no biológicas, programadas para procurar armonía entre los ciudadanos y capaces de dictar sentencias.
Muy pronto el abogado Sahagún, se encontró en una especie de limbo, en el que muy poca cosa hacía en su puesto. Aun así, conseguía hacerse con su cuota semanal, que, sin ser merecedora de una fortuna, le daba suficiente para sobrevivir.
La alta demanda del servicio en el meta tribunal, cada día crecía y los asuntos a tratar se diversificaban, hasta el punto en que la población solía llevar al estrado virtual, temas que en otro tiempo habrían sido decisiones personales. Los ciudadanos acudían con supuestas quejas de un servicio, para que los algoritmos atravesaran la extremadamente densa información existente en las redes virtuales, y tomaran las mejores decisiones para sí. El hombre dejó de pensar y dependía del meta tribunal en las más peculiares situaciones de su vida.
Una vez que esta faceta de la vida social terminó, se les dio esa carga de trabajo a los jueces de calle, abastecidos de equipo electrónico ya inservible, en sus pontich rojos, rotulados con el escudo nacional.
Ya no se sabía sobre noticias fuera de cada barrio de la gran ciudad. Entonces no se supo a ciencia cierta qué fue lo que sucedió al resto de los jueces de calle. En el caso de Dante, sabemos que fue asediado por una turba que exigía decisiones al juez. Su cuerpo mutilado se halló sobre su unidad de servicio. En su saco aún se distinguía el fistol, con un águila nacional extendiendo las alas, volando hacia un mundo que dejó de existir hace más de ochocientos años, en el borde de nuestra prehistoria.
Canoas
Una punzada del sol de verano atravesó la cortina sin misericordia y se clavó en la cara de Brown, turbando su descanso. Devolviéndolo a su realidad diurna en un ambiente húmedo, sucio y de vapores etílicos.
Con desgano abrió la ventana que chirrió destartalada, luego de incorporarse tambaleante y lleno de sudor. Su mirada enrojecida estudió rápidamente la escena bajo su habitación: Una multitud de canoas se apiñaban en torno a lo que parecía un nuevo homicidio. Sobre la plataforma de una antigua trajinera, iban y venían ayudantes del Mictlán.
El viejo canal Madero con frecuencia era el escaparate de los eventos más sórdidos. Peleas, muerte y crimen impregnaban el aire húmedo y descompuesto con pólvora quemada, diésel y azúcar.
Brown tomó su hoja de obsidiana con la intención de salir a despojar de sus valores a los curiosos. Prefería por mucho las hojuelas de aluminio y cobre, pero se conformaría con bidones de combustible, frascos de fruta almibarada o pomadas curativas. Se calzó sus botas de plástico y antes de salir, se bebió de un trago los rezagos del pulque que un día antes había comprado en santa Clara.
Encontró a su primera presa justo en los tablones flotantes fuera de su edificio. Con la obsidiana cortó diestramente las cintas de plástico de la bolsa de hojuelas, de un tributante pequeño y regordete, quien no perdía detalle de las labores de los hombres del Mictlán. Quienes se mostraban aburridos mientras manipulaban telas, parados en un charco de sangre brillante y terso.
Brown serpenteaba entre el gentío. En sólo dos minutos ya había recaudado dos bolsas de hojuelas y un viejo morral del servicio postal lagunero. Se llevó la mano a la frente para secarse el sudor e interponer una sombra a su mirada. El sol purpurino subía despejando a la muchedumbre.
Nadie quedaría sobre las tablas que bordeaban el canal y poco a poco las trajineras y canoas circularon con relativa fluidez, apresuradas por el reflejo etéreo del sol sobre las aguas.
El cuerpo escueto de Brown, sudaba aún más, mientras el calor dominaba el ambiente general en los canales del centro del Meshko.
Habían pasado décadas incontables desde la caída de las sociedades de la prehistoria. Algo se había roto entre los hombres, con el mismo crujido que recorrió el mundo, cuando el sol se tornó violeta de un solo golpe. La disolución social, luego de las epidemias y las guerras, fue acelerándose rápidamente con los cambios físicos de la tierra y la crecida de los mares, que creó una nueva geografía y borró muchas de las costumbres de convivencia, que sostenían en pie a las naciones.
Lo que nunca cambió, fue la dinámica de las presas y los depredadores. Brown había sido uno grande. Sus viejas manos se habían calzado de joyas y su piel había sido cubierta con trozos de telas exóticas. Esa tarde, en el canal Madero, solo, bajo los rayos de un sol mortal, recibió el llamado eterno y sus piernas se doblaron sin control, sobre el tablado sucio. Una de sus manos se agitaba en la superficie del agua, esparciendo hojuelas metálicas que caían chispeando en el canal, a la vista de los temerosos tributantes, que no atinaban a prestarle ayuda, bajo ese hermoso sol violeta.
Muertero
La pieza de ingeniería electrónica, yacía sobre un tablón que, a su vez, permanecía sujeto a la canoa, por cuerdas de yute desgastadas. Muy pocos podían darse el lujo de poseer una radio portátil. Pues estos artilugios habían sido concentrados por combatientes de diversos bandos, en el viejo lago del Meshko.
Iván escuchaba las indescifrables comunicaciones, en el pequeño parlante del aparato. Mientras debajo de la cubierta de tela, cortaba su presa en pedazos grandes, que luego mordía con gusto. Los bocados le sabían exactamente, como olía el ambiente. Con frecuencia pensaba que sus comidas eran un pedazo de aire, concentrado en la carne fría de los peces que todos conocían como “mariposas”.
A lo lejos, hacía el norte, se alcanzaban a ver los brillos de la batalla matutina, que tres pequeños ejércitos sostenían en un área basta, entre el islote Tlaltelolco y la sierra de santa Clara.
Después de un trago de agua bronca, Iván se llenó de adrenalina, pensando que pronto, la batalla le alcanzaría y tendría una nueva oportunidad, para hacerse con alguno de los valiosos objetos que los ejércitos portaban: Otras radios como la suya, probablemente hasta un arma de diésel, con las que los combatientes se mataban entre sí, cotidianamente.
Los largos años de las viejas guerras, constituyen una de las áreas de nuestra historia, más interesante y al mismo tiempo dolorosa. Decenas de vidas se perdían diariamente y eso empujo el florecimiento de negocios asociados a la muerte.
Uno muy importante era la difusión por radio, con la que los diversos bandos conseguían información de espías dobles, para crear sus estrategias. El otro era la disposición de cadáveres, dentro del rito del Miakmiston. El monstruo del lago, que devoraba sin tregua, a los topiles caídos en la guerra. Los cuerpos le eran ofrendados para mantenerlo en paz, en un equilibrio de espanto.
Iván ofrecía al mejor postor, el acompañamiento de cuerpos sin vida, desde los bordes del lago principal, hasta el centro del mundo, donde los muertos eran entregados al ojo de agua donde vivía la bestia del lago.
Había desarrollado una habilidad valiosa. Aprovechaba la incertidumbre de las batallas, para procurarse objetos robados a sus clientes, quienes en lo general pasaban por un momento de trauma y perdían la atención que de por sí era muy difícil sostener en la angustia de arriesgar la vida frente al enemigo.
En la última hora en la que se podía permanecer bajo el sol, Iván alcanzó a ver que empezaban a acercarse las canoas con muertos de todos los bandos, que detrás del escenario principal de la guerra, lograban convivir en paz para entregar las masas sangrientas a los hombres del Mictlán.
El experimentado mercader, cerró los tratos con los jóvenes combatientes, que evitaban verse entre sí, fingiendo estar a solas con él. Cinco cuerpos fueron depositados en la sucia canoa, mientras lograba coger algunos objetos sin gran valor de las otras naves.
En el ombligo del mundo, al centro del lago, se encendieron escuetamente las dos columnas de humo para el rito. Los combatientes se devolvieron en silencio al frente de batalla.
La Canción de las Abuelas
I
El Instituto Atlántico de Estudios del Pasado ocupaba un edificio con más de 1700 años de historia. Se tiene claro que el lugar fue erigido inicialmente, para dotar de habitación a las familias de ingenieros de la virtualidad en los años de la prehistoria.
Sus jardines, emulaciones del desierto, poblados con grandes cactáceas, reflejaban contra el edificio el sol del mediodía y dentro, los habitáculos se iluminaban de transparencias lavanda que contrastaban con sombras añiles.
En lo alto de sus seis niveles, se distribuían viviendas y espacios de trabajo adaptados específicamente, para las tareas de los miembros de un antiguo linaje de estudiosos, conocidos como Atlantes Grises.
Sus paredes exteriores se decoraban en evolución permanente, con los hechos históricos que sus habitantes traían a la luz de cuando en cuando. Un homenaje para las generaciones que vivieron en la región del Meshko, en las eras viejas. Momentos que se entendían como un conjunto conocido como La Otra Vida. Génesis del mundo que hoy conocemos como La Vida Real.
Desde sus aposentos dentro del instituto, Krieg el joven Atlante, lograba ver la cresta de la sierra de Tonanzin.
Incluso algunos días, la silueta de la vieja Estación de la Cruz, en la punta del Ehécatl, se dibujaba a contraluz en las horas tempranas del día. Entre la reverberación de nieblas rosáceas contra un cielo violeta lleno de estrellas matutinas.
Con frecuencia Krieg se preguntaba sobre los detalles del cotidiano social durante La Otra Vida. Se sentaba viendo la serranía por la ventana mientras bebía su pozol. Repasaba mentalmente la estructura de sus investigaciones, sus acciones del día anterior y los planes de continuidad para el nuevo día. Soñaba despierto por un rato, viendo en su mente las atrocidades propias de una guerra que duró quinientos años, conectando los hechos conocidos con la gran inundación y los terremotos que terminaron por ahogar a la ciudad del lago. Se angustiaba con el sufrimiento vivido durante el infierno en la tierra y se imaginaba como podrían haber sido las sociedades de la prehistoria, de las que se habían recuperado porciones de su pensamiento, los despojos de sus avances materiales y un atisbo de sus amplios conocimientos en materias que aún no se lograban entender claramente.
En su corazón florecía una inusitada pasión por saber. Por entender como la vida de los hombres había llegado a un aparente pico de desarrollo y que, a pesar de sus amplios conocimientos, no lograron prevenir el desastre de una historia cortada de tajo.
II
En la Estación de la Cruz, al final de las guerras viejas, se alzaban dos torreones de acero carcomidos por la humedad del ambiente. Vestigios de sendas antenas de telecomunicaciones que sirvieron a uno y otro bando.
Las Atlantes, una tribu de observadoras y analistas que sirvieron a las guerras durante 120 años, aproximadamente a partir del 2580 de la cuenta científica, eran las habitantes de este espacio.
La punta del Ehécatl, al oeste de la sierra, poseía la mejor posición de reconocimiento militar en el Meshko y durante algún tiempo los diversos bandos en conflicto intentaron apropiarse de la estación. Lograrlo implicaba varios retos.
Había que vencer primero al medio natural. Una espesa jungla plagada de bichos y bestias revestía la serranía. Cuando algunos lograban vencer estos obstáculos eran fácilmente detectados por los enemigos pues apenas veinte metros por arriba del nivel del lago, existía una franja desmontada a fuerza de fuego y machete, mantenida así por unos y otros. Si acaso una patrulla conseguía superar el área desmontada, para hacerse con el control de la Cruz, finalmente tendría que enfrentarse a la tribu local en la trama inhóspita de la selva.
Las Atlantes fueron la porción militar de una tribu más grande, asentada en las montañas desde la era prehistórica, la ciudad de Santa Clara era su origen y su núcleo comunitario.
Este estado fue el único que pudo preservar su cuna geográfica, su cultura y el entero de su poder defensivo después de la gran inundación, por lo que, a pesar de ser una facción numéricamente menor, poseyeron por largo tiempo el poder de la información durante las guerras.
Esta cualidad única también fue su salvación en tiempos en los que no habrían sobrevivido por su cuenta en los montes. Sin la posibilidad de generar muchos de los elementos de su alimentación, cosechados, criados o pescados por la población flotante del lago.
III
La cadena productiva en el Ehécatl, requería el esfuerzo de numerosos grupos en los años de bonanza. Las Atlantes lograron desarrollar líneas militares que otros bandos de la guerra no eran capaces de siquiera imaginar. Combinaron la posición táctica de la Estación de la Cruz, con los conocimientos rescatados desde la prehistoria y las viejas máquinas que esa misma era les heredó.
Ofrecieron a todos los otros bandos un producto indispensable en la guerra: Información estratégica. Su participación en la larga cadena de conflictos consistió en recabar, analizar, sintetizar y vender datos desde la sierra, a través de la transmisión por radio.
Así, lograron crear su propia moneda. Radios viejos, reconstruidos y configurados para recibir información exclusiva sobre las acciones de todos los bandos de la guerra eran vendidos a las élites militares. La rotación de frecuencias, concepto inescrutable para la entera población en pugna, obligaba a los bandos a recurrir con gran asiduidad a Las Atlantes.
El negocio creció y dio frutos suficientes para el florecimiento de Santa Clara. La población se dedicaba casi en su totalidad a los servicios dentro de la misma comunidad. Dejaron de producir, de cazar, de cosechar pues podían comprar todos sus insumos al Meshko. El lago del ombligo del mundo. Vasto y generoso con sus pobladores.
IV
Una caravana permanente recorría el peligroso tramo de sierra entre la Estación de la Cruz y la Estación de san Andrés de la Cañada, único punto de contacto con el exterior, a través de los cables del teleférico antiguo.
Iban y venían radioreceptores, tanto como tandas de víveres y objetos de toda naturaleza que representaban el pago de las facciones beligerantes.
Las caravanas eran formadas por una docena de hombres y entre tres y cinco mujeres. Unos para mover a pulso o lastre los bienes y otras para negociar y configurar la electrónica al interior de los aparatos de radio, en el último momento de la entrega a los ejércitos.
Las caravanas eran atacadas por predadores frecuentemente. La selva indomable cerraba los caminos y las lluvias persistentes deslavaban veredas. Los viajes, aunque de poco kilometraje, implicaban cuatro o cinco días de esfuerzo constante, por lo que la existencia de estaciones de descanso, resultaba un verdadero oasis para los caminantes.
Así, apenas salir de la Cruz, se encontraba la Estación Atzolco, le seguía la Estación san Carlos, luego se llegaba al Alto Santa María de Tulpetlac y antes del final, Santa Clara Coatitlán era el lugar favorito de los viajantes.
Aunque las estaciones previas conservaban los nombres de los antiguos poblados de la prehistoria, eran simples sitios operativos. Con las mínimas condiciones para descansar y reabastecerse de ser necesario. Guardias permanentes de atlantes apostados en las estaciones, garantizaban la tranquilidad de las caravanas que transcurrían por las laderas del poniente. Fuera de la vista de los habitantes del Meshko.
El caso de Santa Clara era distinto. Si bien el poblado original se encontraba ahogado por las aguas del Meshko, a tres kilómetros de distancia se había erigido una especie de fortaleza en la cumbre de la serranía donde Santa Clara renació.
V
Las viejas calzadas de la ciudad prehistórica, bordeadas de edificaciones, yacían ahogadas desde la marejada. Su trazo desdibujado por un sereno lago, se hacía patente sólo en dos momentos de una cuenta anual: En el punto más seco del tiempo de las cosechas, algunas de las construcciones más prominentes lograban desplazar sus masas por encima de la superficie del lago.
También cuando las lluvias arreciaban, por las noches, las colonias de peces luminiscentes proliferaban anidando en las paredes de los edificios. Dibujando una extensa ciudad subacuática tan imponente como la urbe de los siglos pasados.
Meshko, sus aguas, brillaban para el deleite de Xochiltzin. Sentada en la cima del Ehécatl, entre tiendas de campaña y desvencijados contenedores metálicos, se llenaba los ojos verdes de luces y sombras.
Había pasado toda una vida en ese lugar rodeado de peligros. A pesar de ser hija de un matrimonio de líderes de la estación, no tenía ningún privilegio o concesión distinta a las de cualquier otro miembro de la tribu.
Educada como todas las otras niñas y niños Atlantes, aprendió su lengua, el estándar de conducta y las técnicas de sobrevivencia militar en sus primeros dieciséis años, para entrar luego a colaborar como aprendiz de operaciones electrónicas.
Cuarenta años tenía Xochiltzin cuando recibió una comunicación desde Santa Clara, su comunidad original, a la que escasamente conocía por tres ocasiones en las que tuvo que formar parte de una caravana.
Esa noche, antes de balancearse entre los chuecos torreones, para alcanzar la altura suficiente, que la mantuviera segura frente a las manadas de lobos y mistones, endémicos de la serranía, estuvo pensando largamente en los tiempos que le tocaba vivir.
Su tribu declinaba luego de varias décadas sin una guerra importante. Las pocas escaramuzas que aún ocurrían, eran protagonizadas por grupúsculos incapaces de pagar los servicios de inteligencia militar para los que Xochiltzin se había entrenado. El poder del ombligo del mundo, un nuevo Meshko sangrante y sediento, casi sin oponentes, crecía y miraba al pueblo de Xochiltzin como un objetivo alcanzable. Su potencia militar y comercial fácilmente podría aplastar a Santa Clara y la tensión entre los estados crecía. Era conocido que, si Xochiltzin y su comunidad habían logrado sobrevivir, era por su capacidad de previsión. Una sociedad con reservas y que aprendía rápido se consolidó luego del fin de la guerra como un bastión independiente.
Su rostro tatemado reflejaba los rayos lunares. El corazón se le salía del pecho por el esfuerzo cada vez que necesitaba subir al tapanco en el que dormía por las noches.
Mientras organizaba los salvajes gajos de cabello rizado, antes de recostarse, se acompañó del suave y lejano sonido del oleaje del lago, del ulular misterioso y ocasional de las jaurías de mistones y del permanente zumbido de las colonias de moscos. Su mundo lleno de gracia y peligro la envolvía poco a poco entre sueños ingrávidos y caóticos sobre las respuestas que imaginaba para enfrentar su frágil situación.
VI
El sol siempre ha nacido tras la sierra Tlashkala. Del otro lado, no hay vida. Pareciera que cada mañana se incendian mil bosques en esa zona para alimentar al firmamento. Una luz azulada contrasta con el manto del cielo, que va del púrpura, a un pálido rosa.
La añeja torre de los Atlantes Grises se había llenado de júbilo y sorpresa. El equipo de Krieg, protegido del medio salvaje por un comando militar, recorría la ruta conocida de Las Atlantes cada vez que se les permitía, en búsqueda de nuevas huellas provenientes de La Otra Vida. En una de estas exploraciones fue que encontraron una laja en la que se nombraba a Xochiltzin.
Krieg había tomado casi seis meses para confrontar la laja con los archivos lingüísticos del instituto y sus colegas de otras especialidades, vivían el éxtasis de la novedad creada por una modesta pieza modelada y extruida.
En ese objeto, se describía con claridad la importancia de Xochiltzin en su tribu, se le reconocía como eslabón de las Atlantes y se narraba su destino.
La laja en cuestión, redonda y desgastada por el clima y el tiempo, les pareció un elemento que corresponde al periodo final de las guerras viejas, alrededor del año 2650 de la cuenta científica.
Las noches de Krieg suponían un desafío para conciliar el sueño. En su era ya nadie temía a los mistones. Ni siquiera el legendario Miakmiston, ente demoniaco centro de las prácticas religiosas de La Otra Vida, era ya un motivo de temor. Las funciones sociales que el monstruo cumplía habían desaparecido del panorama y su templo en el ombligo del lago y el mundo, era hace casi mil años, un sitio de divertimento para la población del lago. Krieg no sentía miedos. Muchas de las interrogantes fundamentales de la vida habían sido dilucidadas en su sociedad. Sus dudas no eran existenciales, filosóficas. Sus dudas tenían que ver con los detalles técnicos de la historia.
Entrenado en el seno familiar para encontrar los hilos conductores que narraban el pasado, estaba acostumbrado a sumergirse en investigaciones documentales y de campo. Por eso, pensar en Xochiltzin le quitaba el sueño. Se enfrascaba con facilidad en procedimientos argumentales sobre la mujer. Su mente solía estar ocupada hasta tarde por imágenes y palabras que explicaban los días y el sentido de la vida de la habitante de la Estación de la Cruz. El eco de su existencia traspasaba los siglos y se elevaba de una serranía a la otra, flotando sobre un inmenso cúmulo de aguas lleno de vida.
VII
Xochiltzin entró a Santa Clara Coatitlán por las puertas gemelas, que apuntaban al oriente. Después de un viaje de cinco días entre fuertes granizadas y la amenaza constante de las bestias de la selva, sólo pudo aferrarse al vaso de vidrio azul que le ofrecieron, con un espumoso preparado de pulque. Al probarlo, desde su lengua, una reacción eléctrica le recorrió el cuerpo entero y le hizo llorar una lágrima que no supo bien si era de un placer jamás sentido, o por una punzada entumecedora.
Todas las cosas que escuchó antes sobre Santa Clara le resultaron tan abstractas. Tan alejadas de la maravillosa realidad que tuvo frente una vez más. Sabía muy bien por todo lo que su madre y sus tías y abuelas le contaron, que en ese lugar de color y olores, estaba su origen.
El fuerte olor de guisos le golpeó saturando sus sentidos. Pulquerías, comales, aguas de colores, densas masas y frágiles vasos de vidrio venidos ambos de otro tiempo, le extasiaban. El contraste con su aldea nativa era fulminante: Allá sólo había vegetales autocultivados y agua del lago superior o de las venitas, ambas turbias y de olor mineral.
Santa Clara era muy otra cosa. Construida treinta años antes de la marejada, en su edificación contó con los mismos medios con los que fue erigida la ciudad subacuática y gracias a su altura, logró sobrevivir el tiempo de la gran inundación.
La ciudad conservaba el control sobre dos de los seis puntos de vigilancia militar, existentes en la Bahía de San Andrés. El más cercano a sólo cien metros de su puerta central y el otro, en el mismo puerto que por aguas se conectaba a la isla gorda. Un pequeño pedazo de tierra firme desde el que se podía viajar al centro del gran lago y que hacía las funciones de aduana del Meshko.
Desde la isla gorda, era posible ver la extensión completa de cuatrocientos kilómetros cuadrados de chinampas individuales que flotaban sobre la vieja ciudad hundida. En el ombligo de los sembradíos se alzaba la región de los poderes. La perla en disputa por medio milenio. Allí, el humo de las ceremonias del Miakmiston, subía al cielo cada tarde para anunciar que la vida cambiaba constantemente.
VIII
Antes de llegar a los puestos de descanso en el interior de Santa Clara, se recorría un tramo de seis cientos metros en los que primero, además de las pulquerías, había un amplio lugar para alimentarse y en el que se podía encontrar la completa variedad de platillos ancestrales que la comunidad conservó desde un punto indescifrable del tiempo. El aire se llenaba de fragancias exuberantes que venían de cada plato ofrecido en el gran local. Chiles, frutas, granos y carnes se fundían en gloriosas creaciones llenas de color. Las texturas iban desde los sedosos merengues, dulces y quebradizos, hasta los ásperos totopos que acompañaban a los frijoles refritos, guisados con tomates rojos, cebollas y chiles verdes. Aves bañadas de mole rojo, verde, amarillo o negro, quesadillas de flor de calabaza, memelas, tamales, caldos picantes, filetes de pescado revolcados en brasas de carbón, eran ofrecidos a los lugareños en platos de cerámica, piedra, cristal, plástico, metal y madera, con decoraciones increíblemente diversas. Utensilios recolectados en diferentes lugares y pertenecientes a épocas incalculablemente lejanas. En esa gran cocina había un museo involuntario del mundo.
A Xochiltzin le resultó muy difícil elegir sus alimentos. No conocía todos esos sabores. En cada prueba que le ofrecían, encontraba nuevos tesoros rimbombantes que le escaldaban la lengua. Acostumbrada a platillos simples de una gama verde, Xochiltzin se decidió por un plato de croquetas de camote, acompañadas de arroz, bañadas de puré rojo.
Luego de una comida como nunca tuvo antes, Xochiltzin, bien primario de la caravana de aquella ocasión, fue conducida a los espacios de descanso para caminantes. Cerca de la espesura intimidante de la selva, las cabañas se encontraban al final de una calle transversal a la avenida por la que había entrado una hora antes. Fue conducida atravesando el centro de Santa Clara, donde pudo ver la plaza central, bordeada por edificaciones administrativas como la casa de sanciones civiles, el teocalli de gobierno y las áreas sociales.
Antes de doblar a la derecha para dejar el centro, alcanzó a ver una plazoleta adyacente con esculturas y luego, ya sobre la calle cerrada de las áreas de descanso, vio el profundo edificio educacional bajo, con su portada de hormigón crudo, el pequeño educacional alto, fraguado de una pieza y pintado de blanco, y las boca calles detrás de la zona de comercio exterior, adornadas cada una con un arco sostenido por torres con relojes mecánicos en cada lado, donde vivían las familias de los funcionarios, sacerdotes y otros agentes de gobierno.
Como hace mucho tiempo no le ocurría, el cansancio se apoderó de su mente y cuerpo. Tan solo al recostarse en el lugar que le señalaron para dormir, dejó atrás la conciencia.
Su sueño de esa noche le pareció inusualmente largo y lleno de detalles. En él pudo reencontrarse con sus padres y otros parientes de la Estación de la Cruz que le sonreían y la tomaban de las manos en un gesto cariñoso. Y también pudo hablar por un momento con Mateo, el hombre con quien conoció la tranquilidad y el amor. Mateo volvía del mictlán.
En ese sueño que parecía tan real, Xochiltzin volvió a sentir esa vibrante inflamación en su vientre que luego se convertía en una explosión lenta, rotunda y suave que reverberaba en el pecho y parecía llenar el ambiente de un plácido calor expansivo, que poco a poco cubría todo lo abarcable.
A través de veinte años, esa sensación seguía obligándola a rendirse y entrar en un vórtice que llevaba su cuerpo entero a una profunda caída al vacío donde no existían otras personas, ni siquiera Mateo. Tampoco se podían percibir luces ni sombras. Era un punto ciego de la realidad en el que podía existir sólo ella, sintiéndolo todo al mismo tiempo.
IX
Xochiltzin fue sacudida de su sueño por un asistente del servicio en las cabañas. El joven topil, un poco avergonzado le indicó que quedaba poco tiempo para prepararse antes de comparecer frente al Consejo de Abuelos.
Le señaló el lugar para asearse de lo que la Atlante poco entendía. Una vez que le fue explicada la naturaleza de cada objeto e instalación en esa pequeña habitación, se aventuró a usar las válvulas de agua para limpiar su cuerpo debajo de una pequeña caída de agua. Se espantó un poco cuando su cuerpo reaccionó al agua caliente. Le pareció un hecho completamente fuera de la realidad. En su mente concurrieron varios pensamientos al mismo tiempo y no acertaba a decidir salir del cuarto, gritar pidiendo ayuda al asistente o dejar fluir el evento. Transcurridos unos pocos segundos, logró asumir que eso que le ocurría no era en realidad una anomalía. En su lugar, acordó consigo misma, que era uno más de los insólitos detalles de la vida en la ciudad.
Había notado de pronto, gracias al agua en su piel, que todos los eventos desde que recibió el mensaje para iniciar su viaje, habían ocurrido en un plano que su razón desdeñó y, que aparecían en su memoria en una bruma y una dinámica ralentizada.
La despedida tan formal en la Cruz, donde había dejado a una menguante población de niños desnutridos y viejos somnolientos, le había parecido exageradamente dramática. La caminata por las estaciones, los obstáculos, la granizada, el acoso de las bestias de la jungla, la entrada a Santa Clara. Todo había sido construido por sus paisanos en una forma tan poco modesta, completamente contraria a sus costumbres frugales y militarizadas.
Su duda inicial y la posterior conmoción habían pasado. El descanso y el aseo lograron devolverle a su natural estado de alerta y su mente clara, comenzó a atar cabos.
X
Funcionar como un cuerpo en cierta forma neutral durante las guerras viejas, dotó a Las Atlantes de una perspectiva más que interesante para cualquier científico de la era reciente. Si bien durante la prehistoria se había conseguido un alto grado de desarrollo cultural, durante los siglos subsecuentes esa misma evolución colectiva había caído en abismos profundos en los que la bestialidad, la sangre y el hierro eran la norma.
En la Estación de la Cruz la especialización de funciones había permitido con los años, el crecimiento de una sabiduría que buscaba rescatar información cultural y técnica desde los periodos más alejados posibles. Al mismo tiempo, enfrentar ese conocimiento y contrastarlo con la realidad objetiva de su momento histórico, había sembrado en una parte del grupo, una actitud filosófica en la que uno de los ejes principales, era la restauración del discernimiento como principio de las sociedades.
Existía pues, un grupúsculo que secretamente dedicaba parte del tiempo a procesar y preservar información no militar. Su código oculto, creado a lo largo de décadas, incluía una cláusula de liberación del conocimiento, para evitar que colectivos hostiles llevaran sus campañas a un nivel de poder que, según la creencia del grupo secreto, podría destruir a los resabios de humanidad entre los que vivían.
La cláusula de liberación estaba pensada para beneficiar a una sociedad pacífica y colaborativa, en la que el conocimiento representara bienestar, pero por sobre todo y más importante, que garantizara la vida.
Sendas colecciones habían sido creadas y enriquecidas en sitios ocultos a la sociedad de Santa Clara y a espaldas de los bárbaros que habitaban el gran lago.
Sus ubicaciones fuera de la ciudad eran del conocimiento de muy pocos miembros entre Las Atlantes. Un puñado de individuos en cada generación resguardaban las locaciones en el circuito de túneles naturales que recorrían la sierra. Templos antiguos en el fondo de acantilados e incluso algunas construcciones centenarias de la zona sur, donde las bestias y la selva custodiaban naturalmente los acervos.
XI
- No serás la última que sufra niña dulce, Xochiltzinzinzin. Por favor ayuda a tu pueblo y acude a tu destino.
Remató con voz tembleque pero con severidad, el Abuelo que parecía el más cariñoso de todo el Consejo. Y la miró con recelo. De una forma que inmediatamente le recordó a Mateo. La misma sensación de ser atravesada por la mirada le recorrió de lo alto del pecho al nacimiento de la columna y su piel se crispó por unos segundos.
Mientras miraba los labios del Abuelo Nazario, retemblando sin control y con una mueca en ellos, le pasaron por la mente varios pensamientos.
Xochiltzin se preguntaba cómo podía una persona tan anciana existir en un mundo en el que ella misma, parecía haber llegado a una edad muy avanzada. A sus cuarenta años, había perdido a la mayoría de sus ancestros y amigos. Era líder de una tribu solitaria y menguante enfrentada a una responsabilidad enorme.
Alerta como se encontraba esa mañana, acertó conceder a las instrucciones recibidas. Permitiría que la guiasen a la isla gorda y luego desde ahí partir al centro del lago, para desempeñarse como una especie de embajadora frente a la corte del Gran Padre del Tonal. Jefe militar y líder espiritual del Meshko.
El Consejo buscaba con una serie de nuevas medidas diplomáticas, conservar una porción de soberanía para los habitantes de Santa Clara. Sus reservas generales se terminaban y se hacía necesaria su inclusión en la sociedad naciente posterior a las guerras.
Prácticamente enviarían a Xochiltzin a servir al régimen central. Entregar un liderazgo militar al poderoso Gran Padre era un gesto mínimo que les compraba tiempo y quizá algún beneficio frente a un gobierno que interpretaba al mundo en dos polos. Estás conmigo o en mi contra era su conclusión.
- Sí Tatas. Mi mano se posa en mi corazón para obedecerles. Por favor concedan que mi viaje inicie mañana al atardecer. Me gustaría mucho a mí misma recorrer Santa Clara y entonces llevarla en mi recuerdo.
Alcanzó a decir Xochiltzin antes de que una lágrima apareciera en el horizonte de su mirada.
XII
En las horas de la tarde los preparativos del viaje se precipitaron. Se le sugirió a la Atlante seleccionar una serie de regalos para la corte del Meshko. Del mismo modo que le fueron ofrecidos atavíos y accesorios personales imbuidos del espíritu universal de Santa Clara.
Tonanzin, el joven topil que le asistía en la cabaña, le fue presentando largas mantas con bordados coloridos. Flores inconcebibles, venados, peces y frutos tropicales saltaban de prenda en prenda sobre fondos vivos de textiles suaves y ligeros. Al soldado le pareció por un rato, encontrarse jugando con una niña alegre y ágil. La coronela mostraba su lado sensible y se mostraba complacida con el desfile de objetos que la ciudad había inventado o recreado desde la influencia de milenios y como herencia de millones y millones de individuos.
La sonrisa que salía del control de su educación militar, había recorrido más de setenta mil años en la tierra y seguía siendo un signo de agrado tanto como entonces.
Tonanzin terminó poco antes del anochecer con sus tareas respecto a la preparación del viaje. Disgregó los pedidos de Xochiltzin para que los artesanos de la ciudad tuviesen listos todos los regalos para la corte, al día siguiente. La lluvia cayó a plomo y sin clemencia sobre la región por horas, silenciando a la jungla y alborotando a los peces brillantes del lago.
Antes de entrar en su sueño, Xochiltzin pensó por unos minutos en esas colonias de peces y la maravilla que exponían al anidar en los viejos y ahogados edificios. También sintió nostalgia pensando que la tormenta habría enfriado hasta los huesos a los habitantes de su Estación de la Cruz. Donde seguramente se habrían vencido los endebles techos y las tiendas flácidas. Le habría gustado tanto despedirse de nuevo de ellos. Esta vez, sonriendo.
XIII
A la mañana siguiente, Tonanzin no estuvo con ella pues aún debía recolectar, transportar por tierra y embarcar los ajuares y obsequios para la partida. Xochiltzin lo echó de menos. Había sido el único personaje de esa ciudad con quien se sintió bien.
El Consejo de Abuelos instruyó a una pequeña corte para acompañarla por la ciudad. Había varios interesados en mostrar sus patrimonios para que Xochiltzin promoviera comercio y también hubo quienes quisieron entrarla al único templo y mostrarle la reliquia que pocos aún adoraban. Entre estas, la efigie original de Santa Clara Coatitlán, traída del poblado que yacía hundido entre la bahía de San Andrés y la isla gorda.
Ella por su parte pidió subir al ancestral tanque elevado y aunque le advirtieron del gran riesgo de caída, pues la torre era ya muy frágil, Xochiltzin insistió en subir.
Una vez que, en soledad logró escalar a lo alto del tanque, la vista le estremeció y tuvo que sentarse para conservar el equilibrio. Desde esa altura vio por primera vez la sorprendente extensión completa del Meshko. El cielo púrpura en el horizonte y rosa en el cenit destacaba las seis gruesas columnas de humo blanco que subían desde la cadena volcánica del sur. Las montañas oscuras de la sierra Tlashkcala hacían de fondo para el islote blanco de Chiconautlán y este parecía una perla bajo el sol. El centro del lago semejaba un pedernal magnético. En torno a él se agrupaban centenares de sembradíos flotantes. Señalando con una espiral viviente, el pilar de humo negro emergiendo permanentemente desde los templos y el ombligo donde habitaba esa deidad viviente, el monstruoso Miakmiston. Por un momento, Xochiltzin dudó si lo que oía en el ambiente era su imaginación. Escuchaba un ritmo primitivo y constante por debajo de todos los sonidos naturales de la selva que rodeaba la ciudad. Un rasguño del alma le recorrió el torso y le hizo emitir un ruido gutural y corto. Mientras pasaba el tiempo, encontraba más razones para repudiar esa parte del mundo que le rodeaba. Sintió como esa percusión iterada al infinito se conectaba con sus propias entrañas y su respiración se descompuso. Sufrió una arcada de nausea y ese fue el límite en el que se hizo consciente de que debía recuperarse y continuar.
Los gritos que venían del piso le ayudaron a recobrar la compostura. Una bocanada profunda y larga fue necesaria. Le ayudó no sólo a recobrarse emocionalmente, también le fortaleció para bajar a pulso por la oxidada y débil estructura del tanque.
XIV
En el medio del gran local de alimentos se había instalado una banqueta baja, en la que yacían artículos entre los que solamente reconoció un tambor. Se imaginó que esta especie de ceremonia de despedida, sería coronada por un baile sobre la cadencia de un grupo de tamborileros.
Al mirar en torno suyo, veía tantos rostros desconocidos. Le incomodaba la forma en que la miraban esas personas que parecían tan distintas a su tribu. Allá donde los agentes del ambiente tostaban y erosionaban la piel.
Entre sus anfitriones vio a hombres y mujeres de piel tersa y atavíos llenos de bordados. Cuando alguno se atrevió a tocarle el brazo, pudo sentir unas manos vacías de callosidades, ligeras y expresivas. Los gestos de cortesía de carácter civil le eran desconocidos, pero pronto adoptó algunos de ellos.
Cuando Ana María, la notoria líder del local se acercó para saludarle, Xochiltzin aprovecho y tuvo un gesto especial para el que necesitaba su ayuda. De entre los enseres que le pidieron seleccionar como obsequios diplomáticos, la Atlante reservó un puñado de platos para entregarlos a Ana María y le pidió que los agregara a su variada colección.
- Cuando mis caminantes pregunten por mí, déjalos comer en mis platos y así me van a recordar.
Dijo refiriéndose a su tribu de Atlantes que seguían peregrinando ida y vuelta entre la Cruz y Santa Clara.
- Vendrá después el topil Tonanzin, a entregar mis platos.
El ruido de decenas de conversaciones simultáneas fue de pronto callado por el estruendo de tambores, cuernos y cantos. Xochiltzin se embelesó escuchando esos instrumentos que desconocía. El viaje que había iniciado apenas, ya le había conmovido en diferentes ocasiones. Por unos momentos recordó lo que las Abuelas Atlantes cantaban a los niños de la tribu. “Todos en las aguas y en la tierra, cantamos una misma canción. Algunos sabemos el comienzo y otros la terminarán después” sus ojos rebosaban nuevamente, pero por última vez en esa ciudad.
XV
Las nubes encarnecían guindas. Las aguas del lago rumiaban el pequeño puerto, que se reducía a un muelle de veinte metros de salida y una plataforma de madera destartalada. Yutes llenos de legumbres bordeaban el área, dispuestos para ser llevados a la ciudad para su consumo. Un olor salino dominaba el ambiente.
Xochiltzin quiso supervisar que cada uno de los huacales contuviera los artículos que había seleccionado para su introducción a la corte del Meshko. Su atavío le estorbaba al maniobrar y decidió atárselo a un tobillo usando su cinta de cuero, un elemento para maniobras de campaña que todos en La Cruz portaban siempre.
Antes de la llovizna alcanzó a ver a Tonanzin bajando desde la selva, corriendo briosamente. Se consternó por un segundo mientras pensaba en la clase de mundo que le heredaba a este y a otros jóvenes de su tribu.
Cuando su asistente llegó al puerto, hizo la seña militar.
- Mi mano se posa en mi corazón para obedecerle señora.
-Mi mano se posa en tu corazón para escucharte Tonanzin. Dime lo que debo saber.
Respondió la coronela, siguiendo el protocolo.
Así Xochiltzin se enteró de cada uno de los encargos cumplidos y los nombres de quienes se habían involucrado satisfactoriamente. Tuvo un instante de genuina felicidad cuando le fue reportado que sus platos ya estaban en manos de Ana María, la gran guisandera de la ciudad.
Se despidieron usando de nuevo el ademán militar desde la distancia, cuando la trajinera flotaba sin resistencia sobre el lago. No volverían a verse. Ambos ya lo sabían.
XVI
El artesano que grabó los platos de Xochiltzin, nunca sospechó, igual que todos los otros habitantes de Santa Clara y el Meshko, que estaba escribiendo un mensaje para el futuro.
La Atlante había trazado en un código ancestral de pequeños puntos, un resumen de su propia historia para calmar su sentimiento de soledad ante el sacrificio y la clara orientación para entrar en su bóveda oculta. Donde además de registros creados desde el pasado lejano, también era posible encontrar la ubicación del siguiente eslabón de conocimiento oculto. El principio de una cadena que atravesaba veinte generaciones, que también contenía la sabiduría que había ayudado a destruir el mundo prehistórico.
Xochiltzin sabía muy bien que su presencia en la corte del lago, era el último riesgo que su causa oculta podía correr. Así que cumplió el más caro de los protocolos con desapego y con dolor.
Mientras la trajinera se alejaba del islote Tlaltelolco, pidió una jícara con tunas rojas para distraer a los topiles que navegaban a su lado. En dos movimientos enredó su cinta de cuero a uno de los huacales y se levantó con él en las manos para tirarse a las aguas.
El frío de la profundidad la rodeó y entró en ella saturándola. Aunque su hundimiento tomó pocos minutos, en su interior lo vivió como una lucha larga. Al final, el instinto le llevó las manos al tobillo, pero ya era tarde para volver.
La llovizna engrosó y los goterones de agua mutaron en grandes e incontrolables granizos.
El último acto de Xochiltzin entre las aguas del lago, fue cantar en su mente la canción de Las Abuelas, sabiendo que el final sería cantado por otros, algún día.